domingo, 4 de noviembre de 2012

En el andén



Siempre está allí, quieto y silencioso. La primera vez que le vi me resultó simpático, ahora me da pena.

Sentado en un viejo banco de madera, sólo sabe observar a los que vienen y van, sin fijarse en lo que queda, con la mirada perdida en las pocas maletas que en esa estación se llegan a ver. Él se limita a mirar, porque tal vez no pueda ni decir que observa, sus ojos se quedaron vacíos hace muchos años.

Es viejo, no puedo ser educada y decir que es un anciano, porque es viejo. Tampoco podría decir que es de la tercera edad. Él es viejo, tan viejo que parece que su alma le abandonó hace mucho, como si hubiese muerto, y le dejó allí, sentado en el podrido banco de una estación de tren.

La estación está tan perdida en el espacio que los trenes que pasan sin parada parecen fantasmas. Ni tan siquiera tiene edificios o casas a sus espaldas que la protejan del frío. Está tan sola como el huésped de su banco y tal vez algún tren pare allí, como perdido en el tiempo y deje algún alma errante o se lleve algún cuerpo sin mente.

Es entonces cuando él alza su mirada y se ciega con el sol, cuando imagina sus vidas. Es entonces cuando entra él en el tren y viaja, o cuando vuelve el alma que algún día se marchó, para devolverle la vida.

Ahora me da pena, porque vive la vida de los pasajeros que el tren le envía, porque sus ojos buscan vacíos una nueva vida que poder vivir y su soledad me hace sentir también sola.

Si ve un rostro nuevo, la esperanza brilla unos instantes en sus ojos y desaparece tras la certeza de equivocarse. Una vez incluso, se puso en pie, iba en su dirección una preciosa muchacha, con un vestido largo y blanco y una pamela que cubría su rostro. Cuando pasó a su lado ella le sonrió con dulzura. “No es ella” alcancé a escuchar, y tuve miedo de que estuviese esperando a alguien.




Raquel Meller, Soroya 1918


(escrito alguna mañana lluviosa de noviembre de 1998)

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